Por: Arthur Alan Gore
Para Nelson, el inmortal Come-Come
"Mil maneras de morir" es uno de mis programas favoritos. Se transmite los lunes en la noche por Infinito. Más allá de su excelente trabajo de edición, un guión bastante ágil y su fuerte dosis de sarcasmo, me gusta la originalidad del tratamiento. Hablan de las muertes mas absurdas en la historia. Personas que por descuido, negligencia o mala suerte pasaron a mejor vida de forma aparatosa.
Si otra fuera la forma de tratarlo, el programa sería profundamente trágico; sin embargo, después de verlo a uno le queda un morboso sabor de boca, además de unas ganas incontenibles de reírse ante tanta crueldad del destino. Mientras escribo estoy a punto de recetarme una tercera dosis de "Mil maneras de morir", que esta noche ofrece un pequeño maratón de tres episodios seguidos.
Hasta el momento he visto, té de limón y pan francés en mano, los casos de un idiota que se electrocutó con el arete que se puso en el pene cuando éste hizo contacto con el transformador eléctrico en el que había subido a su novia para hacerle el amor ("Herz So Good", bautizaron el caso, ja, ja); la historia de una chica que se depiló el pubis, pero dejó abierta una herida que se infectó hasta causarle una necrosis en los órganos; una suegra maldita a la que aplastó un refrigerador y un bailarín de hip hop que pereció bajo las ruedas de su propio automóvil mientras jugaba al Ghost rider (una absurda acrobacia en que se coloca un automóvil en automático para danzar a su lado o encima de él mientras el artefacto avanza sin conductor). También recordaron al escapista Harry Houdini que murió de una apendicitis no tratada que se agravó cuando, por hacerse el macho, accedió a soportar un par de golpes en el vientre por parte de unos de sus fans.
El caso me llevó a pensar que en el universo del rock las muertes absurdas suelen ser muy comunes. Bon Scott, el primer vocalista de AC/DC, falleció ahogado en su propio vómito después de una noche salvaje de copas. Cuando menos ésa es la versión más difundida. Nancy Spungen, la célebre novia de Syd Vicious de Sex Pistols, apareció apuñalada el 12 de octubre de 1978 y su pareja estaba tan drogado que no recordaba si la había asesinado él o algún dealer al que le debían dinero. John Lennon nunca se imaginó que el autógrafo que el 9 de diciembre de 1980 le dio a Mark David Chapman, se lo habría regalado al hombre que esa misma noche le dispararía cinco veces por la espalda. Rockdrigo González, nuestro malogrado Profeta del Nopal, murió aplastado por los escombros de su departamento en la calle de Bruselas el 19 de septiembre de 1985, fecha del más terrible terremoto del que México tenga memoria. Esas muertes singulares contribuyeron a crear el mito de las grandes estrellas de rock. Son parte de su mitología.
A finales del año pasado un profesor de la Universidad con quien tomé clases de Géneros Periodísticos y que más tarde se volvió mi amigo, falleció de un infarto fulminante mientras dormía. Aunque su muerte nos tomó por sorpresa y hubo quien la lamentó profundamente, a mí me generó una genuina envidia. No me malentiendan, porque a mi maestro Nelson Notario lo apreciaba mucho, pero después de haber visto a mucha gente padecer una larga agonía por culpa del cáncer, la idea de fallecer en medio de un sueño, sin dolor alguno y después de una vida entera dedicada a un trabajo haciendo lo que más me gusta (porque me consta que el periodismo lo apasionaba), me parece mucho más atractivo que cualquier manera rockstar de dejar de existir.
Sobredosis, suicidios a los 27 y aviones que se caen me parecen una tontería. Hay que vivir con cuidado para ser un cadáver, si no hermoso como sostuvo James Dean, cuando menos no prematuro. Porque para morir, hay más de mil maneras y pocas de ellas resultan agradables.